jueves, 21 de julio de 2011

Sonetos inmortales. Capítulo Quevedo


Ver relucir, en llamas encendido,
el muro que a Neptuno fue cuidado;
caliente y rojo con la sangre el prado,
y el monte resonar con el gemido;

a Xanto en cuerpos y armas impedido,
y en héroes, como en peñas, quebrantado;
a Héctor en las ruedas amarrado
y, en su desprecio, a Aquíles presumido;

los robos licenciosos, los tiranos,
la máquina de engaños y armas llena,
que escuadras duras y enemigos vierte,

no lloraran, Aminta, los troyanos,
si, en lugar de la griega hermosa Helena,
Paris te viera, causa de su muerte.


* * *

Molesta el Ponto Bóreas con tumultos
cerúleos y espumosos; la llanura
del pacífico mar se desfigura,
despedazada en formidables bultos.

De la orilla amenaza los indultos
que, blanda, le prescribe cárcel dura;
la luz del sol, titubeando obscura,
recela temerosa sus insultos.

Déjase a la borrasca el marinero;
a las almas de Tracia cede el lino;
gime la entena, y gime el pasajero.

Yo ansí, náufrago amante y peregrino,
que en borrasca de amor por Lisis muero,
sigo insano furor de alto destino.

* * *

Lloro mientras el sol alumbra, y cuando
descansan en silencio los mortales
torno a llorar; renuévanse mis males,
y así paso mi tiempo sollozando.

En triste humor los ojos voy gastando,
y el corazón en penas desiguales;
solo a mí, entre los animales,
no me concede paz de Amor el bando.

Desde el un sol al otro hay fe perdida,
y de una sombra a otra siempre lloro
en esta muerte que llamamos vida.

Perdí mi libertad y mi tesoro:
perdióse mi esperanza de atrevida.
¡Triste de mí, que mi verdugo adoro!

* * *

Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.

Lloraron sus envidias una a una
con las propias naciones las extrañas;
su tumba son de Flandes las campañas
y su epitafio la sangrienta luna.

En sus exequias encendió al Vesubio
Parténope, y Tinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio,

dióle el mejor lugar Marte en su cielo;
la Mosa, el Rin, el Tajo y el Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.

* * *

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las Grandes Almas que la Muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran Don Josef, docta la Imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.

* * *

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas;
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí proprio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepoltura,
la llora con funesto son doliente.

¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.

* * *

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

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