miércoles, 21 de octubre de 2009

DE POLVO ERES

¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra es el hombre.
PÍNDARO

Todo eso de la cárcel vino después, muchos años después.

Verá, señora, yo enseñaba en un pequeño colegio secundario de Asunción. Tenía nada más que un turno, el dinero que ganaba no era mucho pero daba para ir remando por sobre la línea de la miseria. En la casa éramos nada más que tres: mi marido, mi hijito Remigio y una servidora. Cuando mi marido murió no nos quedó otra que venirnos a vivir aquí con la madre de él, esto es, con mi suegra. Nos costó acostumbrarnos a la vida en Pedro Juan Caballero, tan lejos de Asunción. Pero más nos costó acostumbrarnos al régimen tirano de la anciana. Soportamos nada más que un par de semanas y luego tuvimos que alquilar esta casita. Mi hijito tenía dieciséis años cuando consiguió trabajo con don Pierre, el fotógrafo francés con fama de loco, pero de loco lindo. Soy fotógrafo de muertos, mamá, me decía mi pequeño Remigio, fotógrafo post mortem, y me contaba lo que don Pierre y él hacían. Es algo escalofriante, me decía, y no hacía falta ninguna de que lo dijera porque ya podía imaginarme los ojos sin vida, la cara sin muecas, la frialdad de ultratumba dormitando en la piel, el rigor mortis. Me comentó que esa primera vez le fue muy difícil mantener el aliento. Entramos a una casa donde se sentía por todos lados la majestad de la muerte, recuerdo que me contó, lo nuestro nos hacía sentir como animales carroñeros, a pesar de tener el beneplácito de los familiares del fallecido, porque eran ellos quienes solicitaban las fotos, sentíamos como que estábamos profanando algo, y la gente nos miraba como a los que con un flash sacrílego iban a inmortalizar la muerte de un ser, y yo lo oía nada más como a alguien que lee un texto macabro y escabroso. Es una costumbre europea pero que también estuvo de moda en Perú, especialmente en la Lima del siglo XIX, me decía que le decía don Pierre. A mí me costaba entender cómo es que podía seguir en boga, en pleno siglo XXI, esa costumbre decimonónica. Yo enseñé mucho tiempo Historia en el colegio y no recuerdo haber leído nada acerca de fotografía post mortem. Pero no me extrañaba demasiado porque sabía que los pueblos del interior son muy distintos a la capital. Desde que llegué a Pedro Juan Caballero supe que existían dos repúblicas del Paraguay cohabitando en el atlas, compartiendo la misma geografía pero siendo diametralmente opuestos. Asunción es lo urbano, el cemento, el smog y la miseria. El interior, en cambio, es lo rural, la campiña, el cielo claro y la miseria. Los pueblos del interior portan siempre ese aire cansino, reposado, donde inclusive el perfume virulento de la globalización llega tarde.

Todo eso de la captura y la cárcel vino después, tiempo después.

Don Pierre es un bromista, me contaba mi Remigio, a veces me pregunta si ya abofeteé a un muerto y si nos dejan solos con el cadáver, antes de que salga el flash de la cámara él dice «diga whisky» o a veces también «decí sífilis», dependiendo el tratamiento otorgado de si el fallecido es un adulto o un joven o niño, y yo me quiero morir de la risa, pero me contengo porque los parientes están todavía de duelo en la pieza contigua. Eso me contaba. Hoy hicimos unas tomas, me dijo un día. Era una criaturita muerta, la madre posaba con ella en las piernas, vi los ojos mustios, al acomodarle la ropa palpé la piel seca, trabajábamos en silencio casi, como si estuviéramos robando una casa, voces bajas, susurros nada más. Toda una escenografía montada para la ocasión, ropa nueva para el cadáver que ya empezaba a oler mal, la madre también iba bien vestida, una pose trabajada y flashes continuos. Hay que amalgamar la ciencia de un médico y la imaginación de un poeta para capturar con éxito las últimas imágenes del cuerpo me decía mi hijo que don Pierre le dijo que su padre le había dicho cuando lo iniciaba en los secretos de congelar en papel el rostro de un ser que ya no era de este mundo. Yo no quería que siguiera con eso, pero bien pensado era un trabajo honrado que lo tenía ocupado y lejos del narcotráfico que impera en esta zona, de las muertes por encargo y de las plantaciones de marihuana hasta en los jardines más expuestos. Era un trabajo honrado, como cualquier otro, bueno, como cualquier otro no era, pero sí honrado, y los quince mil guaraníes que recibía después de cada trabajo lo compensaban, y a veces don Pierre le daba hasta cincuenta mil, dependiendo de la cantidad de fotos que pedían del modelo, digo del muerto, del que posaba para la cámara o al que posaban para la cámara. Y era un dinerito que ayudaba a seguir tirando el carro, señora, usted comprenderá. Porque como usted bien sabe, mentiría si dijera que nuestra economía marcha sobre rieles. Lo que hacían no era fotografía forense ni documentación gráfica para los periódicos. Era la gente del pueblo que había elegido ese camino para recordar a su ser querido. Sus fotografías terminaban siempre enmarcadas y colgadas de una pared o sobre un anaquel o a veces también en álbumes de hojas amarilleadas por el tiempo y la nostalgia. Una vez leí su aviso en el diario: «Las familias que tengan la desgracia de perder algún deudo de quien deseen poseer un momento de esta naturaleza pueden lograrlo por medio de las fotografías que don Pierre ofrece ejecutar en el mismo aposento mortuorio».

Todo eso de la persecución policíaca, la captura y la cárcel vino después, algún tiempo después.

Mi hijito me hablaba con fervor acerca de algunas fallecidas. Mamá, vi a la mujer más hermosa del mundo, pero estaba muerta, irremediablemente muerta. Y me daba detalles y más detalles. Y en los últimos tiempos me hablaba sólo de mujeres y yo decía Dios mío qué pasará que van muriendo tantas mujeres jóvenes, pero también morían hombres y fotografiaban hombres, mas su interés se había decantado por las mujeres, cosa también normal, considerando que ya estaba en plena adolescencia. A la muerta más hermosa del mundo le pusimos el vestido más hermoso del mundo, me dijo Remigio, le abrimos los ojos con una cucharilla de café y volvimos a situar correctamente cada ojo en la cuenca, don Pierre hizo gala de su manejo del maquillaje post mortem, con lo cual desapareció la lividez cadavérica y el flash de las cámaras empezó a incendiar como un fuego fatuo el aire de la habitación, ese aire tan rubricado de guadaña. Todos esos detalles me desbordaban. Los únicos cadáveres que vi en mi vida fueron los de mis padres y el de mi marido. Pero no los había tocado. Dios me libre. A la muerte le tengo un respeto terrible. Sin embargo, Remigio se movía como pez en el agua. Eso me daba cierta preocupación, señora, a la muerte no hay que perderle el respeto. Pero era una preocupación leve que quizá entrañaba algo de envidia y admiración, como cuando miramos desde bien lejos a las personas que durante una fiesta de San Juan caminan sobre las brasas, o patean una pelota tatá.

Todo eso de la huida, la persecución policíaca, la captura y la cárcel vino después, poco después.

Estábamos tan bien, señora. Mi hijito traía a casa cada vez más dinero porque había aprendido bien el oficio y en muchas ocasiones hacía el trabajo él solo, ya sin don Pierre, que nada más recibía los pedidos, daba las instrucciones y se entregaba al reposo. Remigio cobraba ya mucho mejor porque su trabajo era mayor y porque fotografiar muertos fue siempre mucho más rentable que fotografiar vivos. Estábamos tan pero tan bien, señora. Mi hijo trabajaba con sus fotografías fúnebres y yo enseñaba en el colegio estatal, hasta podría decir que fui feliz en esa época. Estaba muy contenta por mi hijo, por mi Remigio, por verlo enderezarse hacia un futuro de bien, con un empleo tempranero que le enseñaba el valor del dinero y del trabajo honrado. Pero el destino es experto en eliminar las piezas del tablero golpeándolas en la cabeza y los más humildes somos siempre quienes estamos más indefensos ante sus manotazos.

Todo eso de la necrofilia vino después, poquito después.

De Ingenierías del Insomnio.

miércoles, 14 de octubre de 2009

LA CHIRIPA


Ramírez es joyero y está de zozobra. La congoja lo tiene de blanco por estos días. Un juguete del desasosiego. Ramírez siente que el tiempo se alarga, es consciente del paso de cada minuto que estira su sufrir como una máquina de tortura de la Edad Media. Ramírez. Hay siempre una semana al año en la que la espesura del pasado se instala en su presente, una semana en la que tiembla como un poseso y orbitan su cabeza el temor y el terror. Compra todos los diarios. Y, atropelladamente, los lee. Recela encontrar una información menos vaga que las de los años anteriores. Tiene miedo de hallar una noticia con más datos que las nubes acostumbradas, una noticia donde las certidumbres superen a las conjeturas e imprecisiones. Ramírez teme que hablen de él, que hagan demasiado ruido con su nombre, que algún periodista investigue más a fondo y encuentre documentos o testigos que prueben el hecho de manera incontestable. Teme un reclamo centroamericano.

Ramírez, hombre entrado en años, de miserable pasado, presente venturoso y cuatro niños que lo llaman padre. Lo vemos caminar en dirección a su casa, con el brazo derecho aprisiona los periódicos comprados en el kiosco. Cada paso que da incrementa su pesar. Siente el arrepentimiento por haberse ufanado en la ronda de amigos cuando recibió el pedido aquel:

—Si el mismísimo Presidente de la República recomienda mi trabajo a otros poderosos quiere decir que soy el mejor joyero de Luque o sea del Paraguay.

No lo podía evitar, era propaganda para su joyería y para él mismo. Los amigos y colegas supieron que había recibido de aquel militar extranjero una buena cantidad de oro para ser trabajado, ese pez gordo que nadaba muy lejos de su estanque originario le había encomendado su precioso metal.

* * * * *

La caravana transita la Avenida España. Todo es normalidad. Hileras de autos circulando por ambos carriles. Bocinazos esporádicos, el endemoniado aroma de los caños de escape. Vemos a un lujoso Mercedes Benz blanco en el cual viaja el general extranjero y detrás, infaltable, el automóvil con los custodios. No es cuestión de descuidar la seguridad. Hay que ser precavidos porque el rencor es el motor de innumerables acciones. Aunque en el Paraguay de Stroessner la seguridad está garantizada, todo está controlado. El Gran Hermano todo lo ve, nada se le escapa. Hay espías de peludos pies esparcidos estratégicamente para cubrir por completo el territorio patrio.

Mientras tanto, sobre la misma Avenida España, en la casa de Julio Iglesias todo está también preparado. En la mente de Enrique está contemplado cada detalle. También todo está bajo control. Los planes para ejecutar la misión están desarrollándose de manera magnífica. En la casa alquilada falsamente a nombre del cantante español siguen practicando, repasando el plan hasta en sus detalles más insustanciales. Qué pasa si… Hacemos esto. ¿Y si pasara esto? Procedemos así. Enrique reitera a su gente que el momento se acerca, les reafirma que la misión es un ajedrez donde se apuesta la vida y que por ello ni un solo cabo puede quedar al arbitrio del azar.

En el asiento trasero de la limusina Mercedes Benz, el general foráneo conversa con su acompañante. Las propuestas de nuevos negocios amarran su atención. Hay proyectos de bienes raíces, de pozos petrolíferos y minas de diamantes. El interior del automóvil es un hervidero de ideas. Se habla de empresas, de acciones. Se mencionan millones de dólares y operaciones bursátiles, se habla de fondos de capital de riesgo, de retornos de inversión, de exenciones impositivas. Se citan paraísos fiscales y nombres de bancos de pronunciación complicada. Dentro del vehículo todo es número, como para Pitágoras. La caravana sigue su avance sobre el pavimento asunceno.

* * * * *

Ramírez tiene un acabado dominio del oficio de manipular el oro. Sus manos conocen cómo derretirlo y darle forma. Lo saben fundir para hacerlo renacer de sus cenizas, colocando las moléculas en otra posición. Ramírez está orgulloso de su oficio. Unas semanas atrás había venido ese militar extranjero a solicitar su arte, recomendado por el propio Stroessner, el dictador que asfixiaba al país ya por más de un cuarto de siglo. Ramírez no podía fallar. Fueron días de intensa dedicación y escaso sueño. Pero habían valido la pena. Sus ojos contemplaban ahora el trabajo concluido. Los lingotes de oro eran ya parte del pasado. Ahora, reagrupadas, sus moléculas formaban un grande y precioso collar y dos pulseras de alta majestad. Genuino arte luqueño. El oro que en este momento siente la textura de la mano de Ramírez, pronto conocerá la de la mano militar, la mano que ha empuñado el sable, la del saludo marcial, la mano que ordenaba.

Ramírez está en la ciudad de Luque, contempla su trabajo con orgullo y completamente ajeno al conocimiento de que en Asunción, a pocos kilómetros de allí, está por suceder algo que marcará para siempre su destino. La caravana del general será interceptada. El grupo B se encontrará con el grupo A. Encontronazo. Ramírez ignora que ese día le deparará una alegría casi nicaragüense.

* * * * *

Pasados varios minutos de las diez de la mañana del 17 de setiembre de 1.980 la Operación Reptil, que tenía a Asunción como escenario de operaciones, alcanza su epicentro.

— ¡Blanco, blanco! —brama el walkie-talkie.

De súbito, una camioneta se cruza transversalmente sobre la Avenida España y hace que se detenga la caravana del general extranjero. La bazuca señala al automóvil, pero el cohete queda atragantado en el tubo. Enrique contempla la mudez de la bazuca y entra en acción, inmediatamente rocía al vehículo con su verborrágico fusil de asalto M-16. Se porta bien el arma, tartamudea su fuego con precisión hasta vaciar el cargador. Treinta disparos telegrafían agujeros por doquier con su Morse mortal. De súbito, la Avenida España es un estruendo que rompe la mañana. La atrabiliaria bazuca RPG-2 pide revancha y escupe su ígnea rabia, levanta metales, despelleja, descapota, quebranta huesos, quema la piel, desfigura y esparce las vísceras civiles y militares hacia todas las direcciones como la propiedad isotrópica de la luz. El líder, Enrique, escapa con los suyos después de aureolar de éxito la misión. El motor de la limusina Mercedes Benz no se ha enterado de nada: sigue latiendo.

* * * * *

Ramírez llega, al fin, a su casa con la multitud de diarios de la fecha. Su zozobra sigue, y seguirá aún por unos días. Ramírez sabe que pocos le creyeron cuando contó que habían venido a retirar el pedido la noche antes. Casi nadie le creyó y menos aun cuando con el correr de los años su casa fue creciendo hacia arriba y su joyería se convirtió en la mejor de la ciudad.

Ramírez continúa en zozobra. Teme ver aparecer su nombre en los diarios. El rumor puede ser perjudicial para todo lo que ha logrado. Sabe que deberá aprender a vivir con ello durante el resto de su vida, irá pagando en cuotas anuales el áureo presente del destino, su mágica chiripa. Sufrirá y sobrellevará esa semana con paciencia, porque tampoco ignora que dentro de unos días los periódicos se olvidarán nuevamente del tema y las cosas volverán a la normalidad hasta el próximo año.

En segundos más, Ramírez ocupará el sofá y hojeará los diarios. Y verá allí las mismas fotos de cada año: el Mercedes Benz descapotado de un bazucazo, los cuerpos descoyuntados a balazos, la cara ensangrentada del General Anastasio Somoza Debayle, su involuntario benefactor, muerto por un comando revolucionario liderado por Enrique Gorriarán Merlo e incapaz por ello de retirar el trabajo solicitado a su taller de joyas.

Accra, agosto de 2009.

jueves, 8 de octubre de 2009

BOOKCROSSERS

Esta historia es, esencialmente, sencilla. Tenemos a Bernardo y su grupo de amigos, luqueños todos. Uno de ellos pasa una corta temporada en Londres y regresa con el morral lleno de deslumbramiento por la infraestructura y la magia de una ciudad hermosa y antigua, por la frialdad de una gente de otra madera y un cielo eternamente ensabanado de nubes. Trae además una idea interesante que prontamente comparte con sus compinches, les cuenta del bookcrossing, de la comunidad de los libros viajeros. La semilla germina al instante en la mente del grupo. Quieren jugar a la aldea global.

— La verdad que no entendí nada, demasiado rápido hablaste.
— Si dejás de mensajear seguro que vas a entender, parece que estamos cinco acá y no cuatro.
— Bueno, tranquilos nomás. Juan, no hay problema, va otra vez. La cosa es así. Vos agarrás de tu biblioteca un libro que querés liberar. Entrás a la página web www.bookcrossing.com, lo registrás y recibís un BCID, un book...
— ¿Qué es el BCID?
— Sí, Bernardo, iba a explicar eso justamente. BCID es bookcrossing ID, el número identificador único de bookcrossing.
— ¿Para qué es?
— Para individualizarlo, cada libro liberado tiene un BCID propio, es como su huella dactilar.
— ¿Es igual que el ISBN?
— Ya dijo que no es lo mismo, es más preciso que el ISBN.
— Exacto, Alcides. El ISBN es un número que identifica a una edición completa de una obra.
— Pero el BCID es como la cédula de cada libro físico, individual.
— Eso, eso. Una vez que registraste el libro le ponés una calcomanía donde se vea el número BCID y diga que es un libro viajero.
— ¿Y después qué se hace?
— Después dejás tirado nomás por ahí para que alguien encuentre.
— Pero cualquiera puede llevar entonces...
— Sí, la idea es esa justamente. Que vos pongas en la web que en tal fecha, a tal hora y en tal lugar vas a liberar tal libro, y que la gente vaya a buscarlo.
— Ah, ya. Entonces el que encuentra tiene que leer y después escribir en la página web que encontró el libro y también qué le pareció. Pasa de mano en mano.
— Exacto, Bernardo, es eso mismo. Leer el libro, escribir sobre él en el sitio de bookcrossing y luego soltarlo en otro lugar. Las tres erres del bookcrossing: read, register, release.
— En castellano, Shakespeare.
— Sí, sí, sorry, jajaja. Leer, registrar, liberar. Leer el libro encontrado, registrar en la página diciendo donde lo encontraste y qué tal es y luego soltarlo para que siga la cadena, su itinerante destino de libro viajero.
— ¿Y cómo se llaman los que hacen eso?
Bookcrossers, beceros o libera-libros. Imagínense lo que es recibir un e-mail de la página informando que alguien hizo un comentario reciente sobre un libro que largaste hace cinco o diez años.
— Tenemos que meternos, va a ser muy divertido.

Leen en la web y despejan todas sus dudas acerca del funcionamiento de los libros viajeros. Cada uno de ellos se agrega al sitio. El siguiente paso es registrar libros y liberarlos. El procedimiento es sencillo. Registrar un libro, informar de su liberación, aguardar a que alguien lo recoja y haga un comentario en el sitio web. Cada vez que el libro liberado reciba un comentario el bookcrosser será notificado por correo electrónico. Las respectivas bibliotecas de la familia pierden algunos ejemplares al ser liberados éstos en la jungla urbana. Hacen un pacto por el cual ninguno puede buscar los libros liberados por miembros del grupo.

Navegan la página de bookcrossing y notan con sorpresa y alegría que hay otros paraguayos registrados. Son pocos, pero son. Dos hombres de Ciudad del Este, un chico de Asunción y una muchacha, también de Asunción. El nick de la mujer es Melody y tiene veinte años, según la ficha de la página. Todos ellos cuentan con dos o tres liberaciones en su historial. Bernardo sugiere que se arme una reunión en Asunción para conocer a los otros bookcrossers. La primera fiesta de libera-libros paraguayos. Vía correo electrónico contacta con los otros. La fiesta será en dos semanas. Uno de los hombres de Ciudad del Este afirma haber abandonado la actividad y alega cuestiones de tiempo para no asistir. Los otros tres confirman presencia. La primera fiesta de libera-libros del país se hará en un café que lleva el nombre de un genio del Renacimiento.

— ¿Qué tal te fue con el libro que soltaste, Alcides?
— ¡Súper! Ayer me fui a ver y ya no estaba. Puse bien al fondo del agujero del árbol y hasta camuflé con una bolsa de basura. Y ya no está. ¡Estoy chocho!
— Sí, el mío también desapareció, apenas al día siguiente de haberlo liberado.
— ¿Donde dejaste vos?
— Al pie de la estatua del Mariscal López, en la plaza.
— ¿Y ya hubo algún comentario en la página web?
— No, todavía nadie escribió. Pero seguro que el que agarró está leyendo recién y por eso nomás no escribe nada.
— Sí, yo también creo que eso pasa con el libro que solté. Somos muy ansiosos.
— Es que todavía es muy nuevo para nosotros.
— Y sí.

Mandan imprimir camisetas con el logo de los libros viajeros. Imprimen las etiquetas para colocarlas a los libros que liberan (que son cada vez más). Llega el día de la primera fiesta de libera-libros del Paraguay. Se encuentran en el café a la hora indicada. Al principio cuesta quebrar el hielo. Están los luqueños, un hombre de CDE, el asunceno y la chica que es también de Asunción. Ninguno supera los 25 años. La más joven, Melody, la muchacha. A nadie se le escapa que su belleza es verdaderamente singular. Flaquita, rasgos sesgadamente orientales, pelo negro y liso más unos hoyuelos que podían perforar cualquier conato de resistencia masculina; hija de padre paraguayo y madre de Singapur, una remota isla que alguna vez fue de Malasia.

Hablan, cada uno cuenta acerca de sus primeros encuentros con la lectura y de sus inicios como libera-libros. Melody confiesa su irrenunciable amor por la literatura mexicana. Bernardo interviene, animoso y visiblemente entusiasmado con la asuncena. Menciona al “sobrevaloradísimo Tablada” y al “infravalorado Juanjo Arreola”. Nadie habla de Paz. El de Ciudad del Este recuerda en elogiosos términos a Poniatowska, y durante toda la noche se refiere a la escritora como La Princesa.

Deciden estrechar más los lazos entre ellos y ver el modo de dar a conocer el bookcrossing para hacerlo popular a nivel país. Concuerdan en que un libro puede llegar a lugares donde el libera-libros jamás viajará; insisten en que el bookcrosser puede morir y que su libro podrá seguir recorriendo el planeta en una suerte de inmortalidad alcanzada a través de un objeto que fue de uno. Alguien dice que un libro hermoso es una victoria ganada en todos los campos de batalla del pensamiento humano. Le retrucan que esa frase es de un francés. Hay risas. Se habla de intertextualidad y se pide otra ronda de cerveza. Terminan la reunión y son todos amigos y bookcrossers y se brinda por los libros viajeros. Un corazón más late ahora por Melody.

— ¿Y bien? ¿Alguien ya recibió algún comentario?
—Yo, no
—Ni yo.
—No, nadie. Pero los libros desaparecieron.
—Y ya hace más de una semana.
—Sí, algo no anda bien. Definitivamente.
—Yo mañana voy a liberar otro, y me voy a quedar escondido para ver quien recoge el libro.
—Esa es una buena idea. Todos tenemos que hacer lo mismo.
—Cierto, vamos a meterle.
—Le voy a preguntar a Melody si ella también enfrentó problemas como éste.
—Ay sí, claro, Bernardo. Melody, Melody, Melody.
— Buena esa, Romeo.
—Jajaja, no pasa nada.

Saben que Bernardo está ya muy enamorado de Melody. Ignoran que le envía mensajes de texto y de correo electrónico donde, entre líneas, le da a entender sus sentimientos, pero al parecer el mensaje amoroso va demasiado entre líneas o Melody se hace nada más la desentendida.

Publican, separadamente, en la web de bookcrossing nuevas liberaciones de libros en Luque. Esperan ocultos y pueden observar al que retira los ejemplares. Ven que es un sujeto obeso y uno de ellos hasta obtiene una foto con el celular. Entienden que el sujeto lee en la web los lugares donde harán las liberaciones y que recoge los libros para nunca comentar.

— Su biblioteca tiene ya, por lo menos, quince libros nuestros.
— Y no comentó uno sólo el gordo.
— Yo encontré varios de los ejemplares liberados en la Librería Balzac, el gordo los vende como libros usados.
— ¡No puede ser!
— Eso, legalmente, es demasiado ya.
— Cierto, tenemos que tomar cartas en el asunto.
— ¿Cómo?
— ¿Le pegamos?
— No. No. No. Pero podemos rayar todo su auto.
— No sabemos donde vive ni si tiene auto.
— Entonces podemos liberar un libro y dejar una víbora en el lugar.
— Pero la víbora puede irse nomás.
— Y no tenemos una víbora.
— ¿Y si le metemos electricidad?
— ¿A la víbora? No, pobrecita. No tiene la culpa de la mala onda del tipo.
— A la víbora no, al libro.
— ¡Que no tenemos una víbora!
— ¡Claro, Juan! Que el libro liberado le dé una descarga eléctrica, un buen sacudón.
— ¡Eso! Una buena patada eléctrica, para que escarmiente y deje de arruinarnos el negocio.
— Podemos pedir a Maxwell que diseñe la onda, para que cuando el gordo agarre el libro reciba un saludo eléctrico. ¿Quién quiere liberar?
— ¡Yo lo voy a liberar! Y nos ocultamos para filmar a ese payaso.
— Dale, Bernardo. Elegí nomás ya el libro. Yo voy a hablar con Maxwell.
— Vamos a filmar y digitalizar para subir después a Youtube el video de cuando el gordo recibe el golpe eléctrico.
— ¡Es un súper plan! ¡Vamos a disfrutar esto!

Le dicen Mawxell, no por sus conocimientos de electromagnetismo sino por su manera de caminar que es demasiado similar a la de un futbolista brasileño de ese nombre. Maxwell, que estudia electrónica en el IPT, diseñó rápidamente el ingenio que se colocaría en la contratapa del libro a ser liberado. Al entrar en contacto con la mano, el aparato soltaría un buen voltaje para provocar un shock nervioso al obeso; era como persuadir al bebé a que dejara la leche materna colocando aloe por los pezones de la madre.

Preparan convenientemente la escena. En la web, Bernardo anuncia la liberación de la novela El Testigo, de Juan Villoro. Avisa que la soltará al pie de un banco ubicado frente a la parada de ómnibus de la Línea 30. Llegado el día, se parapetan en el barcito de la esquina, que está a unos cuarenta metros del libro ya colocado. Miran desde lejos; la potencia de sus binoculares y la capacidad de aumento de sus diminutas cámaras filmadoras trituran la distancia.

Disfrutan unas empanadas mientras aguardan la aparición del invitado. Llega la hora indicada en la web. Ven que un automóvil se detiene frente a la parada de ómnibus. Alguien baja del auto y va directamente hacia el lugar donde se encuentra el libro. Se asustan y gritan porque la que baja es Melody. Bernardo corre y grita más que todos pero ella no puede escucharlo porque hay audífonos llenando sus oídos. Bernardo grita todavía más fuerte que no toque el libro porque “está eléctrico” (sic). Finalmente llega junto a ella, pero es tarde. La descarga ya la ha arrojado al suelo y Melody ahora no es más que un atado de nervios palpitando en la vereda. Llegan también los otros al lugar donde Bernardo está arrodillado y tomando las temblorosas manos de la muchacha.

Ven que en la esquina asoma, sudoroso y a todo vapor, el sujeto que siempre colecta sus libros. Ven que verifica la hora en su reloj y luego observa el lugar donde están ellos, notan su fastidio por haber llegado tarde. Miran su lenta retirada. Entre tanto, Bernardo se lamenta por haber liberado justamente un libro de literatura mexicana sabiendo que Melody era adicta a ella. Se recrimina el que se le haya ocurrido justamente un libro de autor mexicano y cada uno, separadamente y en silencio, se pregunta si no fue algo inconscientemente premeditado.

De Urbano, demasiado urbano.