miércoles, 23 de septiembre de 2009

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Bovarismo del artista cachorro

— Desde chico luego ya mostró sus inclinaciones extrañas.

— Sin embargo, a mí siempre me pareció normal el nene.

— Eso porque no es tu hijo y no vivís con él. La cosa habrá empezado cuando él tenía diez años y colgó por el alambre, entre las ropas, mi libro de Economía.

— Jejeje, sí. Me acuerdo de tu Samuelson puesto a secar. Un discípulo joven para Duchamp.

— Sí, ñembo Duchamp el nene. No me olvido de esa carta a los Reyes Magos en la que pedía un elefante, "para ser como Valle-Inclán". Después andaba asegurando que quería subir al tranvía con dos leones.

— Eso quería Gómez de la Serna. Creo que son poses nada más, simular excentricidad para llamar la atención.

— Sí, quizá. Pero a mí no me era fácil lidiar con esas cosas. Los libros de literatura le volvían loco.

— Eso ya le pasó a Alonso Quijano y un poco también a la heroína de Flaubert.

— Claro, pero él era muy nene todavía. Te acordás de ese crítico literario que trabajaba en el Ministerio?

— Sí, sí. Claro.

— Bueno, ese tipo me llamó un día. Me dijo que fuera a retirar a mi hijo. Cuando fui, el nene estaba allí con los ojos enrojecidos. El crítico me dijo había ido a desafiarlo a duelo de espadas.

— No puede ser.

— Sí, le pregunté de dónde sacó esa locura y me dijo que de la novela Los detectives salvajes de Bolaño.

¿Qué edad tenía entonces?

— Cuando lo del duelo de espadas… tendría sus quince.

— Bueno, tan nene no era.

— No. Pero él nunca practicó esgrima.

— Ah, ya. Eso le daba pocas posibilidades de éxito ante el crítico de aguda lengua.

— Sí, escaso lápiz y afilada lengua. En la habitación del nene se encuentran cosas extrañas de todo tipo. Ayer, mientras él no estaba, entré y encontré copias del Código Napoleónico y una guía telefónica de Varsovia.

— Stendhal y La Noche del Oráculo, de Auster.

—Todo eso, a la larga, era inofensivo. Pero esto sí ya resulta peligroso, cruza largamente los límites de la cordura. Ya no sé qué hacer con él. ¿A quién se le puede ocurrir pegarle unas sonoras bofetadas al cadáver del senador yparacariense en pleno velorio.

—Eso lo sacó de aquella pregunta clásica de Louis de Aragón: ¿ya has abofeteado a un muerto? Aunque el ex senador se lo merecía.

—Sí, en eso estamos de acuerdo. Plenamente. Vaya que se lo merecía.

domingo, 6 de septiembre de 2009

UNA DE CRETA

El Minotauro no pudo con su escepticismo. Cansado de vagar por el laberinto sin nunca hallar la salida, se empeñó vanamente en arañar los muros con sus cuernos, ocasionando así petroglifos insensatos que conducirían a la locura a los Champollions del futuro.

Una mañana, que bien podía ser de mayo o de septiembre, un ave enviada por una despreocupada deidad le dijo que debía seguir siempre hacia la izquierda para encontrar la salida.

El Minotauro escupió al suelo primeramente y después bufó, escéptico: de pequeño le habían enseñado a no confiar en las aves parleras.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

UN DIOS EN LA SALA DE EMBARQUE

Era viernes, 28 de agosto de 2009. Me encontraba en el aeropuerto de la capital de Chad, aguardando mi vuelo para Adís Abeba (Etiopía). Ya había hecho el check-in y había sorteado todos los controles aduaneros y migratorios. Me encontraba en la sala de embarque y debía matar el tiempo hasta que nos avisaran que podíamos abordar el avión (algo que recién sucedería en dos horas). Tenía tiempo como para exportar, por lo que me dispuse a encontrar un lugar donde enchufar mi computador portátil. El área de embarque estaba habitada por largos bancos que agrupaban una decena de sillas plásticas, bien soldadas. Encontré un maltratado tomacorrientes en una de las esquinas, tomé asiento, enchufé el cargador y, arrinconado, me puse a ver un documental sobre La Atlántida.

Pasada una hora, el video finalizó, por lo que cerré la notebook y abrí mi libro de Obras Maestras del Relato Breve (Editorial Océano). El señalador había quedado en el cuento Un descenso dentro del Maelstrom. Me entregué a la lectura del texto de Poe. Pasado un par de minutos percibí sonidos extraños y levanté la cabeza. Frente a mí se había formado un grupo de diez personas ataviadas con túnicas y turbantes, todas ellas estaban postrándose y orando con alta concentración. Por el modo en que estaba colocado, el grupo de orantes cerraba toda posibilidad de escape para mí; yo era la única persona que estaba directamente frente a ellos, a escasos dos metros, y daba la impresión de que era a mí a quien rezaban. La gente que estaba en otras partes de la sala de embarque miraba con curiosidad lo que sucedía. La escena era llamativa: diez personas de turbante y túnica postrándose ante un extranjero que tenía un enorme libro abierto en las rodillas. Me sentí un dios en la zona de embarque.

Lo que pasaba era que rayaba el mediodía, estábamos en el mes del Ramadán y yo, casualmente, estaba dando la espalda a La Meca (los musulmanes deben orar en dirección a ella). Simulando que nada acontecía, seguí leyendo simplemente el relato de Poe, pero no podía concentrarme por el burbujeante fluir de sílabas árabes que llenaba el aire. Me pregunté qué pensaría del Islám el genio de Boston. Un teléfono móvil sonó en el bolsillo de una de las túnicas que oraba. El ringtone era alegre, su ritmo remontaba a bailes sobre la arena del desierto y a camellos con monturas fosforecentes. Llamativo el contraste entre la música movida y la solemnidad de una plegaria. La llamada no fue atendida. Terminé de leer, sin leer, el cuento de Poe. Me parece que iba de remolinos.

Saqué el celular para filmar a los que a mis pies se postraban, pero no tuve el coraje. En realidad, el motivo era que muchos de ellos tenían los ojos abiertos y el instinto de preservación es una gran cosa; no quería tener problemas con la religión y menos con ésa. Paulatinamente, los rezos terminaron y los orantes fueron abandonando el lugar; la cuota de salvación estaba pagada. Cuando quedaba uno sólo, apunté el celular y lo filmé por unos segundos. Era el más rezagado de mis devotos pero oraba con verdadera convicción y es consabido que los últimos serán los primeros. Por de pronto he decidido duplicarle ya nomás su dotación de vírgenes. Se lo ha ganado.