miércoles, 26 de agosto de 2009

Condensado, aunque nutritivo, apunte sobre la vida de Juan Duarte, espejo en el que debe mirarse la juventud luqueña y -¿por qué no?- la paraguaya.

Es sobradamente sabido que la única misión en la vida de Robin Söderling era allanar el camino de un suizo hacia la consecución del polvoriento título de Grand Slam que se le había, hasta entonces, mostrado esquivo. Champollion estaba predestinado a reunirse con la Piedra de Rosetta para hacer salir de ella palabras que llevaban varios siglos cubiertas justamente por la arena de los siglos. Por esos mismos caminos, aunque con resonancias menos globales, transcurre la historia de Juan Duarte, más conocido en el barrio como Duartetris. Desde pequeño, demostró una habilidad sobrenatural para jugar al tetris. Alekséi Pázhitnov, ruso creador del tetris, y Juan "Duartetris" Duarte nunca se conocieron, pero había un cordón de plata que unía al inventor junto con su jugador más apasionado.

El director de orquesta y el violinista más habilidoso. Agustín Barrios y su John Williams. Si no fuera por los molestosos llamados de la naturaleza, Duartetris hubiera pasado semanas enteras jugando sin interrupción. Llovían las piezas en su pantalla con gran rapidez y al poco rato ya el escenario se mostraba prácticamente vacío; pensaba y movía los dedos a la velocidad del relámpago. Era, sin espacio para la duda, el mejor jugador de tetris que conocí en mi vida. Lo vi romper récords de tetris en la casa de juegos electrónicos de la esquina, en computadoras de todo tipo, en un gameboy, en mi Blackberry y todas las consolas. Era un verdadero monstruo del tetris, estaba genéticamente programado para dominarlo. Quizá lo suyo era una inteligencia espacial demasiado desarrollada. Donde yo veía paisajes, él veía formas que podían encastrarse unas con otras.

Duartetris dio buen uso al regalo que le dio la naturaleza y triunfó en la vida. Compró primero un carrito tirado por un caballo blanco, como el del Mariscal López, y se dedicó al rubro de los fletes. Era una delicia verlo llevar en un solo viaje las pertenencias de una casa. Ubicadas las cosas con una precisión matemática. Mudanzas que normalmente requerían dos o tres viajes él las realizaba en uno solo. Duartetris triunfaba donde los otros fleteros fracasaban. Los largos años de jugador de tetris rendían frutos en su trabajo. Las piezas colocadas con exactitud, prácticamente sin espacio entre ellas; aquí una cama, más allá la cómoda, allí una silla y encima otra, como un ying-yang. El carrito lleno hacía destellar los ojos del corcel. Le fue verdaderamente bien en el negocio. Duartetris supo, sucesivamente, lo que es ser el propietario de un Volkswagen Saveiro primero y de una camioneta Ford F-1000, después. De haber sabido de su existencia, Duartetris hubiera con seguridad alabado el algoritmo de compresión LZW y la codificación Huffman.

Duartetris nació y murió en el Cuarto Barrio de Luque, Paraguay. Sobre su ataúd, algún gracioso trazó con tiza tres rayas paralelas uniformemente distribuidas.

A Euclides Chávez.

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