¿El lugar? Honshū, la mayor de las islas del archipiélago japonés. Conozcamos a J., un escritor paraguayo que está de vacaciones por las tierras del sol naciente. Como todo turista, J. transita las bellezas que el país tiene para ofrecer, que no son pocas. Ahora está en Kioto, ciudad donde late el Japón tradicional, en contraposición a la monstruosa urbe futurista que representa Tokio. Durante más de mil años, Kioto supo llevar con hidalguía y orgullo la cinta que la acreditaba como la capital del país. Los templos y atractivos turísticos están regados por su geografía.
Paraguayo y tercermundista, J. está alegremente sorprendido de la limpieza que reina en el ómnibus de la línea 101 que lo lleva al Templo Dorado, maravillado de su impecable condición mecánica, del civilizadísimo conductor que, con inmaculados guantes blancos en las manos, guía el vehículo por las calles como si nadie lo estuviera persiguiendo para darle caza.
Llegan a la parada. J. muestra al chofer el one day pass ticket que había comprado y desciende con premura. Se dirige con resolución inquisidora al Templo Dorado, cuyas fotografías había contemplado en un sitio web. Al minuto, la mañana se desmigaja con amargura. J. cae en la cuenta de que en su apuro tercermundista por descender del vehículo, olvidó su mochila en el asiento contiguo al que antes ocupaba.
Es el fin. Casi todo lo que trajo está allí: pasaporte, tarjetas de crédito, cámara fotográfica. Resignado ante el guión maligno de la indolente realidad llega al Templo Dorado, el monumento le parece todavía menos bonito que en los sitios web visitados. De igual modo, toma fotografías del edificio con el ojo de la cámara de un Iphone, que no es lo mismo pero que es algo.
Termina prontamente la visita al lugar, regresa al hotel y comenta al recepcionista lo sucedido. Éste pregunta a qué hora se dio el hecho, en qué línea de ómnibus, cual fue la parada. J. se sorprende, siempre pensó que los japoneses eran reservados, pero este le había salido parlanchín e inquisidor (quizá fuera un escritor). De todos modos, responde las preguntas concienzudamente. El recepcionista toma el teléfono y mezcla sílabas y sílabas. El idioma japonés llena los oídos de J. Finalmente, la llamada llega a su fin. El recepcionista garabatea unas telarañitas en un papel y al tiempo de extendérselo a J. le informa que puede ir a retirar su mochila cuando quiera, que las instrucciones para el taxista estaban en la pieza de papel.
Paraguayo y tercermundista, J. entreabre una sonrisa de desconfianza. Pero hay mucha seguridad en las palabras del recepcionista, hay demasiada convicción en el inglés raramente tan bien pronunciado de su interlocutor nipón. Llama un taxi y acude al lugar indicado por el recepcionista. Encuentra la Oficina de Objetos Perdidos de la empresa de transporte. Se identifica. Lo estaban ya esperando. Luego del saludo protocolar, su mochila hace una señorial aparición.
Paraguayo y tercermundista, J. se apresura a revisar cada compartimento para comprobar si faltaba algo. Todo está allí, intacto. J. sabe que si perdía la mochila en su país, con seguridad la misma terminaría en casa del primero que la divisara. La amabilidad de los que están en esa oficina es genuina. Y están auténticamente sorprendidos de que a J. le sorprenda la recuperación de lo extraviado.
—¿De qué país?— pregunta quien le entregó la mochila.
—De Paraguay— responde J.
—Ustedes tienen un equipo muy fuerte— replica sin amargura el japonés y entonces J. recuerda que hace apenas unos meses, en el mundial sudafricano, La Albirroja había eliminado en octavos de final al equipo nipón, en una aguerrida tanda de penales.
Paraguayo y tercermundista, J. intenta dar una propina a quien le entregó su extraviada pertenencia. Éste la rechaza con una sonrisa y coloca dos barras de chocolate en la boca aun abierta de la mochila. A J. le cuesta todavía entender todo lo que acaba de vivir en tan corto tiempo. La honestidad de 24 quilates de una gente de otra madera. O ese planeta no era la Tierra o era en realidad posible tener otro país.
Hola, Javier!
ResponderEliminarA mí me pasó eso en un tren que iba de Düsseldorf a Köln. Me olvidé una mochila en uno de los vagones y me acordé al otro día. ¡Y estaba en una increíble oficina de objetos perdidos en la estación! La retiré sin problemas, simplemente identificando lo que había adentro. Bueno, también me devolvieron cosas en la terminal de Asunción una vez, un celular olvidado en una tienda de mates, de pura buena onda de la vendedora.
Qué copado paseo. Saludos!
Qué notable, Ever! Son verdaderamente de otra madera. Increíble que te lo hayan devuelto en Asunción. Convengamos en que no es la norma :)
ResponderEliminarUn abrazo.
Aqui tambien suelen suceder esas cosas, al principio uno se asombra y no puede creerlo..Lo cierto es que en algunos lugares, como decis vos, la devolucion de objetos perdidos no suele ser lo usual. Me gustó tu texto, es atractivo, forma parte de una cultura bien determinada, fijate que J al darse cuenta del olvido practicamente se resigna, va a donde tenia planeado ir y es recien al regreso donde hace publico su problema. Digamos, uno ya da la mochila por perdida ja, segun los paradigmas de Paraguay o Buenos Aires. Me gusto la parte en que relacionas parlanchin e inquisidor con escritor!!
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