domingo, 9 de octubre de 2011

El dios católico


El Dios oficial ha ido perdiendo poco a poco todas mis simpatías. Se me dijo que había creado el mundo y la humanidad, y que nada sucede en la tierra ni en el cielo sin noticia y consentimiento suyos. Cuando pude comprender hasta qué extremo sufren los seres más inocentes; cuando me empapé del estúpido horror de las cosas, examiné sin respeto al autor de ellas, y "vi que era malo". Malo en cualquier sentido. Era torpe; después de haber fabricado el universo, ignoró durante largos siglos su funcionamiento; se lo tuvo que enseñar Newton. Si de las leyes regulares pasamos a los cataclismos, atribuidos comúnmente a su manía de aterramos, encontramos la misma ineptitud. Igual deja caer el rayo sobre un lupanar que sobre una iglesia. Según el Papa, la catástrofe de Messina es obra de Dios, y así será, puesto que el Papa es infalible; pero sean lo que hayan sido los fines del Todopoderoso ¿qué necesidad había de aplastar a los niños de pecho, a las personas de fe -algunas habría-, a los locos, a los moribundos de los hospitales? Se nota el aturdimiento de un bárbaro miope, de un patán que desconoce el complicado mecanismo de los fenómenos físicos. ¡Ah! en la ciencia de asesinar con precisión y tino hemos dejado muy atrás al Dios de los católicos.
Con los ángeles, idéntica miopía. ¿Para qué engendró, él tan bueno, a Lucifer? Es que no se dio cuenta... Adán le sale torcido. ¡Y qué admirable ceguera al castigarle! Le impone el trabajo, es decir, el instrumento de su definitiva emancipación. Adán ocioso hubiera quedado siempre entre las caprichosas e irritadas manos de su dueño. A Eva la obliga a parir con dolor, y precisamente porque las madres paren con dolor aman a sus hijos y son madres verdaderamente. Este Júpiter del desierto se figura que lo importante es el placer. Rechaza las ofrendas de Caía. ¿Por qué? Porque sí, y basta. De ese modo ocasiona el primer homicidio. Desde entonces no se harta de crímenes. No hablemos de sus aventuras con el pueblo elegido, que a cada instante lo traiciona. Jehová no se cansa de diezmar y de torturar a los judíos, ni ellos de desobedecerle en cuanto vuelve la espalda. La raza especialmente puesta bajo su protección es la más lamentable del globo y la que menos caso le hizo. A veces Dios se desanima, se arrepiente. Sí, se ha arrepentido, y lo que es peor, lo ha confesado, por ejemplo, en el libro 1 de Samuel, capítulo XV. versículo 35. Luego se arrepiente de arrepentirse, y se empeña en convencernos de que preveía todos sus fracasos, y de que no se olvidaba nunca de lo que había previsto. Es que por mucha sed que tenga de sangre, por mucho que le complazca el espectáculo de los hombres despanzurrándose entre sí -"mata varones y mujeres, le dice a Saúl, niños y mamantes, vacas y ovejas, camellos y asnos"- tiene todavía más sed de honores, de atributos plásticos y metafísicos. Exige para él la gloria entera de la materia y de la mente. Aparece Jesús, criatura extraordinaria y encantadora, y en seguida reclama el viejo tirano su paternidad. Se apropia los absolutos de la filosofía griega y las sublimidades del arte de Occidente. Se obstina en que no se le escape nada, ni las convulsiones del astro ni la llave que se le pierde a la devota de San Antonio de Padua. Prefiere ser responsable de cuanta desdicha ocurra, con tal de que no le tengan por tonto. En la constitución Dei Filius del concilio del Vaticano (1870) la iglesia católica cree y confiesa que Dios sabe perfectamente lo que harán los individuos "libres".
Yo hubiera amado a un Dios menos omnipotente, menos pretencioso, menos cruel, menos ignaro. Si existe el Dios de los católicos, que exista; no es mi Dios. Podrá triturarme los huesos y atormentarme una eternidad en el infierno inventado por su infinita misericordia, pero no podrá conquistar mi alma.

Rafael Barret, Marginalia.

2 comentarios: