Eran tan numerosos los trabajos de Hesíodo y tan pesados sus días que pudo narrar tan sólo una parte de la historia del más noble de los titanes.
Por robar el fuego de los dioses, Zeus ordenó que encadenaran a Prometeo al Monte Cáucaso, y que un águila le devorara el hígado cada mañana. El hígado se reconstruía durante el día y con el alba regresaba el ave a empapar de sangre titánica el imperial y blanco plumaje de su cabeza.
La primera vez que su poderoso pico rompió la piel de Prometeo y se comió su hígado fue la mejor. Definitivamente. El hígado más puro y exquisito. Muy superior a los renacidos.
El águila también había sido castigada por el colérico y quisquilloso Zeus, por alguna peccata minuta. Debía desayunarse con el hígado del titán, pero no comía con fruición, era su penitencia.
Con el tiempo, el águila aprendió a identificar, por el sabor, los hígados que se formaban. El hígado de los lunes era amargo, construido con magia displicente. Los hígados de los martes tenían una sequedad característica y un innegable sabor a tierra. Los miércoles y jueves Prometeo se esmeraba y servía un hígado regordete y sanguinolento, de sabor muy amistoso para con el pico. El resto de los días el menú hepático no pasaba de una mediocridad espantosa.
A fuerza de convivencia, Prometeo y el águila habían labrado un sucedáneo de la amistad, conscientes de que estaban condenados a repetir esa escena ad nauseum.
Una mañana el ave comentó al titán que el oráculo decía que Hércules lo liberaría de sus cadenas. Prometeo se puso feliz, su hígado nunca supo mejor.
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