L. había salido de vacaciones a las Galápagos. En su primer día de recorrido por las islas, pudo ver leones marinos, pingüinos, tortugas gigantes, delfines y tiburones. Ya de regreso, en el muelle, el ronroneo persistente de su estómago lo impulsó a buscar la cena.
El restaurant elegido tenía el poco apropiado nombre de El Chocolate. Numerosas eran las mesas desperdigadas en el recinto, todas llenas. Se oía el entrechocar de cubiertos, mezclado con la risa de los comensales. Apenas vio que se desocupaba, L. se apoderó de una mesa y llamó al mozo para que retirara los cubiertos y otros restos del naufragio.
El bullicio era generalizado. Mucha juventud. La mesa que estaba directamente frente a la de L. estaba poblada de jovencitas con el pelo mojado, clara señal de que hacía pocos minutos habían también regresado de hacer snorkel o de una tarde en la playa. Algunas estaban aún en malla o deux pieces. Sentadas a la mesa, hablaban con la mayor naturalidad del mundo, lo hacían en inglés. L. creyó reconocer el acento de Nueva York, y se volvió antena para intentar seguir el hilo a las conversaciones.
En eso estaba cuando del baño salió una mujer de cuerpo espléndido, llevaba un hipnótico biquini y se aproximó al grupo que ocupaba la mesa frente a L. Quedó parada allí, conversando con las otras muchachas, sin decidirse aún a ocupar la silla vacía de la cabecera. L. entró en éxtasis por la belleza de ese cuerpo bronceado, en especial por las nalgas que sobresalían de la estructura. Eran unos glúteos de extraordinaria redondez, la simetría era perfecta, podía intuirse una gran firmeza al tacto. El blanco biquini no hacía más que acentúar el poder de atracción.
Sin dudarlo, L. sacó su cámara de última generación y la colocó, como distraído, sobre la mesa. Sacó la tapa que cubre la lente, apartó los frascos de sal y pimienta que se interponían entre el ojo de la cámara y las bellísimas nalgas, encendió el equipo y cambió la configuración, para que no hiciera sonido alguno al tomar la foto. No era cuestión de llamar la atención.
Ajustó el zoom, enfocó y presionó el botón. Un relámpago impactó en la noche del restaurant como un flamígero misil. Todas las miradas convergieron en él, incluyendo la de la dueña de las fotogénicas nalgas. En su apuro, L. había olvidado apagar el flash. Cuando el mozo vino a tomar el pedido de la mesa que hacía un par de minutos había limpiado, notó que estaba vacía.
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