A no dejarse engañar por el título. Aquí no se cae en el imperdonable anacronismo de asegurar que el inmortal dramaturgo viajara alguna vez en un ómnibus de la línea 30 (de haberlo hecho, hubiera merecido al menos la exención del pago del pasaje y el no ser molestado por los inspectores de boletos). El título viene a cuento de que en el primer semestre de mi vida universitaria, releí muchas obras del cisne inglés, durante la hora exacta que solía demandarme el Luque-Asunción y los otros sesenta minutos del Asunción-Luque. Pasaban las calles y los minutos y las páginas me aislaban de todo, me otorgaban absoluta inmunidad contra los bocinazos, los mercachifles y las salvajadas del conductor con sus alternadas lecciones de vértigo e inercia; contra la realidad que fluía allende las ventanillas, en suma.
No olvido el amago de lágrimas que me infirió el Rey Lear: la escena era esa en la que uno de los príncipes extranjeros decide desposar a Cordelia, a pesar de haber sido ésta recientemente desheredada por su voluble padre. Recuerdo también haber cerrado el libro primero y los ojos después, al acabar la lectura del poderoso discurso de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César.
El goce estético es un bálsamo maravilloso y es también, con seguridad, uno de los principios activos de la panacea universal. Todos deberían entregarse, al menos una vez en la vida, al placer singular de leer a Shakespeare en el 30 rojo.
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