domingo, 21 de agosto de 2011

El mejor amigo del hambre


El carácter de su perro se había agriado mucho en los últimos tiempos. Cosas de la edad. En su vecindario de Accra, la gente empezó a reclamarle por la conducta del animal, que en sus horas más densas llegó a propinar mordeduras a un vecino y a varios transeúntes. Ya el asunto le había llevado a tener que comprar el silencio de unos y la vacuna antirrábica de otros. Decidió entonces deshacerse del perro.

Afortunadamente para él -que no para el perro- contaba con su amigo Eben, de los Frafra, tribu conocida en Ghana por su afición a la carne canina. A buen hambre no hay can duro. Es consabido que durante los buenos tiempos, el perro propio es una mascota para un Frafra, en tanto que el de los demás es un plato tentador y en los malos tiempos todos los perros son un plato exquisito. Bastó una llamada al celular para que Eben se presentara en su casa. Enseguida, dio rápida cuenta del malhumorado animal, asó su cuerpo y lo colocó en una bolsa arpillera. Agradeció y salió a la calle con su manjar en la espalda. En esa época, la policía capitalina recibía casi diariamente denuncias de robo de mascotas. Gatos, cabras y perros desaparecían de las casas sin dejar rastro. Fue tanta la mala suerte de Eben que cuando pasaba por el mercado, camino a la estación de tro-tros, dos policías le llamaron la atención.

--¿Qué hay en la bolsa, chale?
--Nada, nada.

Los oficiales se acercaron a él. Mostrá qué hay en la bolsa, dijo uno de ellos. Nada, nada, repitió él. La conversación involucionó en gritos. Curiosa, la gente del mercado empezó a hacer un círculo alrededor de la escena. Eben se aferraba a la bolsa negándose a mostrar el contenido, temía pasar vergüenza ante tanto público. En el siglo XXI, las otras tribus no veían ya con buenos ojos el gusto de los Frafra por la carne canina. En un arrebato, uno de los policías se colocó a espaldas de Eben y de un estirón le sacó la bolsa arpillera. Al instante, el uniformado la tomó de la parte posterior y vació su contenido en el suelo. El perro asado cayó muy cerca de los pies de Eben. Las carcajadas fueron generalizadas. Cientos de ojos enfocaron su cara.

--Oh, chale, ¿cómo vas a comer perro?

Con la cabeza gacha, Eben vió a su cena desparramada en el piso. Debido a las virtudes del fuego, la piel del hocico del animal se había contraído, dejando al descubierto los dientes en lo que parecía una sonrisa macabra, una mueca sarcástica con la que también el perro se burlaba de él.

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