jueves, 12 de noviembre de 2009

RINCODILLO Y CORTANETE







Protagonizan esta historia un boliviano y un paraguayo. Ambos están empleados por una compañía de telefonía celular con operaciones en tres continentes. Se relata aquí el modo en que ambos terminaron cenando en el mejor restaurant del autodeclarado único hotel de siete estrellas del planeta.

Los dos sudamericanos están ahora en Ruanda y han acabado sus respectivas asignaciones. Uno debe volar de vuelta a Ghana y el otro a Tanzania. En la semana previa a la partida, en la oficina, alguien comenta que, desde Ruanda, el precio del pasaje hasta Dubai es muy bajo. Los sudamericanos prestan oídos y enseguida averiguan con la agencia de viajes. Las fotos vistas de Dubai pueblan sus cabezas, saben que allí el turismo de lujo es la industria por excelencia. Deciden modificar sus fechas de regreso. En lugar de volar el sábado para Ghana y Tanzania (respectivamente) deciden hacerlo el lunes, para pasar el fin de semana en Dubai.

Todo sale bien, rápidamente consiguen la visa y se alistan. Llegan a Dubai el sábado a las 3 de la mañana. Se hospedan en el Holiday Inn, que es un hotel pobre comparado con los que alberga el lugar, verdadero orgullo de los Emiratos Árabes Unidos. Al abrir la ventana, en la mañana siguiente, una majestuosa vela insensible al viento se yergue ante ellos. Es el Burj Al Arab, un hotel de 5 estrellas oficiales, pero cuyas características fuera de serie lo hacen merecedor de autoproclamarse el único hotel de 7 estrellas del mundo. Está construido sobre una isla artificial, a 270 metros de la playa del Golfo Pérsico, posee un helipuerto propio que es a su vez una cancha de tenis, alberga nueve lujosos restaurantes, tiene forma de embarcación a vela, una joya de la arquitectura y es un símbolo verdaderamente excluyente de Dubai. La suite real cuesta 28.000 dólares por noche. No hay habitaciones normales, todas son suites.

Más tarde, averiguan con la recepción del Holiday Inn, dicen que quieren conocer el Burj Al Arab. El recepcionista les comenta que nadie puede acercarse sin una reservación. Tienen que reservar en alguno de los restaurantes y "tomar al menos un té". El simple té ya cuesta alrededor de 50 dólares. Sin aminalarse, piden al recepcionista que haga la reserva. El recepcionista llama. El primer restaurant está lleno, así que pregunta por otro. Allí sí hay lugar. Sin achicarse, los sudamericanos solicitan la mejor mesa. El recepcionista pide una tarjeta de crédito para proceder con la reservación. El paraguayo extiende la suya. Le dan un papel con el código de reserva. Contentos, los sudamericanos regresan a su habitación. El boliviano se pone a leer el papel recibido y empieza a palidecer.


—Javier, aquí dice que para ir al restaurant están prohibidos los tenis y los jeans. Hay que ir con zapatos, camisas de mangas largas y pantalones.

Sigue leyendo: el cancelar la reserva ocasionará que se cobre un jugoso monto como multa. Es un número verdaderamente elevado. Empiezan a desesperarse. El paraguayo posee una sola camisa de mangas largas, tiene un pantalón desvencijado pero ningún zapato, usa sólo calzados deportivos. El boliviano tiene zapatos y un pantalón pero todas sus camisas gastan mangas cortas. Deciden ponerse en campaña para conseguir lo que falta. El mastodóntico y colosal Mall of the Emirates no está muy lejos. Podrían comprar algo allí. Pero ya casi son las 6 de la tarde. La reserva es para las 8. Y la puntualidad se da por sentada.


—Recurramos a los botones— dice una voz.


Toman atropelladamente el ascensor. Se separan, cada uno por su lado para buscar lo que es menester. Varios minutos después se encuentran en la habitación. El boliviano consiguió alquilar una camisa de mangas largas del botones del hotel. El paraguayo prestó un par de zapatos de un taxista, a cambio de una propina y la promesa de que sería él quien los llevaría al Burj Al Arab en pocos minutos más. Se preparan a gran velocidad. El paraguayo no se percató de algo. El zapato del taxista es de talla 40 y él calza 43. Haciendo un esfuerzo supremo y ayudado con un peine empotra el lado izquierdo del zapato en su pie. Casi otros 5 minutos se demora en hacer lo mismo con el otro pie. Los dedos están acurrucados, como doblados por el miedo. No hay posibilidad física de ponerse medias. Los pies están siendo torturados allí; los zapatos tienen algo de la Edad Media. Al final ambos están listos y salen del hotel.

El vehículo que conduce el taxista que alquiló sus zapatos es un Volkswagen Gol. No hay muchos en Dubai, en cuyas calles pueden verse circular alegremente Ferraris y Lamborghinis como Juan por su casa. Se dirigen al Burj Al Arab. Detrás de un Rolls-Royce se llega el golcito de nuestros protagonistas. Ya en el lobby quedan obnubilados por la soberbia arquitectura y la desdeñosa belleza del famoso hotel. Quedan hipnotizados por los juegos sincronizados que realiza el agua. Toman un ascensor velocísimo que los conduce al restaurant Al Mahara, un restaurant bajo el mar. Los hacen pasar a un lugar donde aguardar a que su mesa esté lista. El barman les ofrece una copa. Intuyendo los costos estratosféricos, se niegan, aducen que sólo beben luego de la cena. Miran a los otros clientes que esperan. Árabes con sus impecables y blancas túnicas, hombres trajeados, rodeados todos de mujeres vestidas como princesas, todas huelen a como debería oler -de existir- el paraíso. Les llega el turno y son conducidos al restaurante. El paraguayo con su lento andar, siente que de un momento a otro serán desenmascarados. Es el que está más inseguro porque no porta medias. Imagina que de un momento a otro alguien vendrá y les dirá:


—Caballeros, hasta aquí llego la farsa, acompáñenme a la salida, por favor.


Se sienten por completo fuera de su ecosistema, se mueven como si estuvieran invadiendo, sigilosamente, territorio enemigo bajo la intuición de que de un momento a otro serán sorprendidos por el tartamudeante fuego de una ametralladora. Ocupan su mesa, que está en el centro mismo del restaurant, justo en la entrada, al lado de un gran acuario superpoblado de peces. El mozo trae la carta de bebidas. La rechazan. Ofrece un menú con platos de entrada. Lo declinan y deciden pasar al plato principal. Llega el menú. La vista se concentra en la columna de la derecha, donde están los precios. Si el listado hubiera estado ordenado descendentemente por precio se hubiera facilitado la cosa. Todo es carísimo. Un exceso. Pero bajo el lema de once in a lifetime deciden ordenar. No todas las noches puede uno cenar, con camisa y zapato prestados, en el mejor restaurante del único hotel de 7 estrellas que existe. Ya al día siguiente volverían a comer kasava y banana frita. Pero ahora tocaba disfrutar el presente. Pensaron en grande y se les dio. Aunque grande también fue el agujero en sus tarjetas de crédito. Pero había que vivir un día a la vez. Ahora tocaba estar en el mítico Al Mahara, el piso más bajo. Disfrutaron de una selección de frutos de mar. Al acabar, pidieron al mozo que les reservara una mesa en Al Muntaha, el bar del piso 27, ubicado en un cilindro empotrado en la estructura del Burj Al Arab. El restaurant Al Muntaha -que significa The Ultimate- ofrece una visión panorámica de Dubai. Antes de retirarse van al baño, allí encuentran disponibles frascos del carísimo perfume Hermes. Se atiborran del mismo, hasta casi acabarlo. Un abuso. Una venganza a escala. Una silenciosa protesta por el indisimulado overpricing.

Ascienden hasta el Al Muntaha. Una luminosa postal nocturna de Dubai, desde 200 metros de altura, los recibe. Cada uno pide un trago. Y conversan de sus ficticias minas de diamantes, de sus inexistentes inversiones en telecomunicaciones y en la industria de los juegos de azar. No hay por qué desentonar con la charla que sostienen los otros clientes. Terminado el trago, bajan y llaman al conductor del taxi. Los pies del paraguayo están hechos una miseria, devuelve los zapatos al taxista. Al llegar al hotel, el boliviano -que se había cambiado en el auto- devuelve la camisa al botones. Lo habían logrado. No se les había corrido la media.


— Qué te parece, viejito? ¡Lo hicimos, carajo!
— Sí señor. Y ya nadie nos quita lo bailado, Germán.


Se prometieron no ir al baño al menos las siguientes 20 horas: querían conservar dentro de sí el mayor tiempo posible los alimentos que tanto dinero les había costado.


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