Me hospedé en el King Tackie Hotel de Accra, que si bien
no era un cinco estrellas, contaba con lo necesario para pasar confortablemente
los treinta días que me tocaban. El botones del lugar se llamaba Arko y nos
habíamos hecho muy amigos. En realidad, no era una amistad químicamente pura
pero sí un sucedáneo, una amistad de bajo amperaje, la que puede darse entre un
local y un turista que viene temporalmente del otro lado del océano.
Todo comenzó cuando supo que yo venía de Paraguay. Arko
había estudiado español en el colegio y mi aparición fue para él una excelente
oportunidad de practicar el idioma. Debo decir que su dominio era regular;
considerando que no era su lengua materna conjugaba muy bien, pero tenía la
molestosa tendencia a colocar el acento
en la sílaba equivocada: allanaba sus esdrújulas o agudizaba sus graves. Casi
siempre.
Arko era de la tribu akan y su espíritu alegre hacía que
parte de su diario uniforme fuera una sonrisa que le colgaba de oreja a oreja,
como una hamaca. El trato era simple: yo lo ayudaba a mejorar su manejo del
español y él debía enseñarme, a cambio, vocablos en twi. Yo aprovechaba para
preguntarle cosas sobre el país y sus costumbres, pues con lo repentina que fue
mi elección de destino vacacional no había tenido tiempo de leer sobre ello en Wikipedia.
El twi era solo una de las lenguas locales, la más hablada en el país. Arko
solía deletrearme la palabra que me quería enseñar y cuando había lápiz y papel
cerca la escribía, para que yo la pudiera abarcar mejor (“vista y oído superan
a vista”).
Fue así que una mañana, luego del desayuno, lo encontré
frente al elevador y le pregunté cómo se decía gracias. Como buen profesor que
era, Arko me lo dijo primero, después escribió en su teléfono y me lo alcanzó.
Poco me costó memorizar el meda ase
que brillaba en el pequeño monitor, y cuando estuve a punto de retornarle el
celular vi que tenía la imagen de un águila como fondo de pantalla. Parecía de
madera, tenía las alas extendidas y pintadas con los colores de la bandera
estadounidense.
—¿En qué museo puedo visitar esa escultura? —le pregunté.
—Está en casa—replicó—, es el ataúd de mi papá.
Los rituales de la muerte en Ghana tienen sus
particularidades, especialmente para el ojo occidental. La industria funeraria
mueve millones cada año. Cuando un miembro de la familia muere, no se procede a
su inmediato entierro sino que el cadáver es entregado a alguna de las empresas
que se encargan de congelarlo para retrasar así la inevitable descomposición.
El funeral es un gran evento, todos los deudos son informados y se realiza un
buen tiempo luego de acaecida la muerte, para que quienes viven lejos puedan
organizarse y venir a ser parte de la despedida final, de la mudanza del
difunto hacia el otro mundo. Se gastan verdaderas fortunas, la gente se endeuda
por años para dar un funeral digno a su familiar fallecido. Es para ellos un
motivo de orgullo: cuanto más grande el funeral, por mayor tiempo será
recordado.
De esto no me enteré leyendo alguna descafeinada revista
para turistas, mi fuente era de primera mano, el propio Arko, que me contó
además que su padre iba a ser sepultado ese sábado, tres meses después de
haberse adentrado en los terrenos de la muerte. Me habló también de los ataúdes
de fantasía, se los fabricaba para honrar al muerto con algo que lo
identificara. Alguien que fue fotógrafo en vida podría tener un ataúd con
apariencia de cámara fotográfica, quien era adicto a la Coca-Cola podía ser
enterrado en una caja con la curvilínea forma de una botella, un piloto
aterrizaría en las pistas de la muerte en una tumba alada como un avión.
Trabajaban y pintaban la madera para esculpir el objeto que sería el lecho
final del muerto. Así, lo que fue parte de su vida seguiría siéndolo también de
su muerte.
El ataúd que acogería al padre de Arko tenía la forma de
un águila imperial y los colores de la bandera estadounidense, por dos razones:
porque había sido un jefe tribal y porque, durante su tardía juventud, había
sido taxista en Nueva York.
—Amaba ese país, hasta se había traído el acento —explicó Arko, con orgullo
inocultable.
Al instante, le pedí que me dejara participar del
funeral, le confesé que estaba fascinado con todo ello y que me gustaría
vivirlo más de cerca. No vio inconveniente alguno.
—Es inclusive prestigioso tener uno o dos blancos
presentes, realzará la importancia de papá —me dijo y otra vez columpió
una sonrisa en su cara.
Los asistentes al funeral deben vestir de rojo, negro o
blanco. Arko prometió conseguirme la vestimenta apropiada. El entierro estaba
programado para el sábado y era apenas martes. Mi ansiedad herrumbraba los
bordes de las horas. Todos los días
me parecían repetidos. Intenté entretenerme: vi televisión, leí las revistas
que había robado del avión, pasé por prolongados periodos de sueño. Todo con el
objetivo de hacer pasar el tiempo más rápidamente o más bien mi percepción del
tiempo.
Y el esperado sábado llegó. El tráfico estaba
sobrecargado, justamente por los funerales. Gente que iba al interior del país
para ser parte de las ceremonias, así como personas que venían a la capital con
idéntico objetivo. Primeramente fui al cementerio para asistir a la sepultura del
padre de mi amigo. Cuando abandoné el lugar, me dije que el entierro en sí no
tenía gran diferencia con lo que yo estaba acostumbrado, salvo el pintoresco
ataúd que precisó de media docena de hombres para ser colocado en la cavidad
abierta para la ocasión: un gran hoyo rectangular con un alargado rectángulo
que lo cruzaba al medio, apenas más ancho que la envergadura de las alas.
Luego del entierro, la ceremonia continuaba en la morada
del fallecido. Por fortuna, Arko vivía a tan solo una hora del hotel. Fuimos
juntos en el automóvil que renté. Al llegar a su casa me di cuenta de que todo
estaba listo, habían montado grandes carpas en el patio, para proteger del sol
a la concurrencia. Era literalmente una fiesta. Vi infinitas sillas plásticas
de color rojo, mucha comida sobre una mesa alargada y una banda de música. Me
explicó Arko que la fiesta era para celebrar la vida del muerto, la bien vivida
vida que había tenido, en este caso, su padre. Vi gente vestida de negro, por
todos lados, hablando, riendo, danzando al cinético influjo de los tambores.
Había alegría allí, las heridas estaban cerradas, el dolor no era reciente
porque el fallecimiento había tenido lugar ya semanas atrás, tiempo suficiente
para digerir el hecho, para aceptarlo.
Me entregué a la fiesta por completo. Vine, bebí y fui
vencido. Bailé con la gente, me emborraché, disfruté como nunca. Me sentí amigo
del papá de Arko, a pesar de que nunca le había visto el rostro, antes de ese
día. Los ghaneses tienen una energía enorme para la danza. En la mesa de
comidas había también una caja donde uno depositaba dinero, para ayudar a la
familia a cubrir los gastos del funeral. En mi ebriedad, aporté repetidas
veces. Bailé y bebí hasta perder la conciencia.
Amanecí en mi habitación del hotel, el domingo alrededor
de las tres de la tarde. Todavía tenía la ropa del día anterior y los zapatos
puestos. Un dolor insoportable habitaba mi cabeza. Era la odiosa resaca. Abrí
el frigobar e incorporé medio litro
de agua en un santiamén. Volví a la cama. La reconstrucción me llevó el domingo
entero; desperté nuevamente a las ocho de la noche y ordené comida a través del
servicio de habitación.
Arko no trabajaba los fines de semana. Cumplía sus tareas
un botones que no era de mi agrado, había en él algo avieso que activaba las
alarmas de mi desconfianza. No poco tenían que ver en esa malquerencia el que
se mostrara eternamente serio y que su rostro tuviera un extremado parecido al
de Eto’o, a quien yo aún no había podido perdonar que luego de haberlo ganado
todo con mi querido Barcelona haya dejado el club para ganarlo todo con el
odioso Inter de Milán. Por lo avanzado de la noche tampoco ya quise llamarlo a Arko
para hablar del funeral. Tenía que esperar a que amaneciera.
El lunes bien temprano bajé a desayunar. Todo estuvo
bien, a excepción del omelette, que
padecía de un exceso de sal. Al terminar, vi a Arko parado frente a la oficina
de recepción, me acerqué y charlamos un rato. Le comenté que ignoraba cómo
llegué al hotel el sábado anterior y me dijo que ellos me habían traído. Afirmó
además que, a pesar de mi avanzado estado etílico, pude subir las escaleras por
mis propios medios, debido a que el ascensor estaba con problemas. Le agradecí por ello y por la oportunidad de
participar de la ceremonia funeraria. En eso, sonó su celular.
La hamaca de dientes que
estaba en su cara dejó de columpiarse y los ceños se fruncieron para indicar
contrariedad: no era buena la noticia que emanaba del teléfono. Arko caminó,
incómodo. Escuchó mucho, hizo preguntas, su mirada fue una mezcla de tristeza y
de seriedad. Finalmente cortó la llamada.
—Robaron
el ataúd de papá —dijo como para sí.
Habían desenterrado el cuerpo de su padre la noche antes,
su madre había ido a llevar unas flores y se encontró con la tumba saqueada y
el cadáver de su marido tirado cerca de la abierta cavidad. De ese modo me
enteré de que allí también hay profanadores de tumbas; alimañas que, amparadas
en la amistad silenciosa de la luna, armadas de palas y picos, acuden a los
cementerios a desempolvar lo recientemente enterrado. También me contó Arko que
a los entierros siempre asiste gente que uno no conoce, gente que puede volver
más tarde a remover la tierra si es que el fallecido bajó adornado de joyas o
si su féretro era valioso (los ataúdes de fantasía lo eran).
—Estos bandidos querían el
águila imperial de papá. Lo desentierran, limpian y lo vuelven a vender.
Apenas un día y algunas
horas había estado su padre bajo tierra. La impotencia y la rabia campeaban en
el rostro de Arko. El funeral había costado muchísimo dinero. La familia se
había empleado de lleno para dar a su padre un entierro digno de memoria, y
ahora su cadáver estaba allí a la intemperie intolerable. Le pregunté qué había
que hacer ahora. Me dijo que tenía que comprar otro ataúd y volverlo a enterrar
cuanto antes: las bacterias no tenían descanso. Pregunté dónde se hacían esos
ataúdes de fantasía y me dijo que en la ciudad de Teshie, no muy lejos de
Accra.
En un repentino acto de
solidaridad casi fraternal, le dije que yo le regalaría un féretro nuevo para
su padre. La sonrisa volvió a columpiar en su anochecido rostro. Arko habló un
rato con el gerente del hotel, le explicó la situación y al minuto ya estábamos
camino a Teshie, lugar donde había nacido la idea de los ataúdes de fantasía. Llegamos
al taller del carpintero que había hecho el águila imperial para el insepulto
padre de mi amigo.
El local estaba habitado
por una multitud de ataúdes. Los carpinteros trabajaban todo tipo de madera. Se
multiplicaban: allí uno serruchaba, a su lado había otro que pintaba y más allá
un ayudante que cepillaba con entusiasmo y hacía brotar las virutas como
pavesas enloquecidas. Entre los fantásticos féretros ya terminados pude
apreciar automóviles, cigarrillos, celulares Nokia, frutos y animales de toda
índole. Señalé un ataúd con forma de coco y pregunté a Arko si le parecía bien
que lleváramos ese.
—Papá
los odiaba —fue su respuesta lacónica.
Me explicó entonces que la
voluntad de su padre era ser enterrado en un ataúd con forma de águila, que
cuando estaba vivo había mandado construir esa pieza de madera que sería su
última morada y que la tuvo guardada por varios años en la casa de un hermano. Arko
habló luego con el dueño del local y le explicó que necesitaba con urgencia
otro féretro con forma de águila. Yo escuchaba desde una distancia corta,
silencioso. Hablaban en inglés. Oí al propietario mencionar un precio y agregó
que estaría listo en una semana. No fue sino hasta entonces que intervine.
Le dije que lo
necesitábamos para el día siguiente por la mañana, le pedí que parara con todos
los demás trabajos y que se enfocara en nuestro pedido, que contratara más
carpinteros si eran necesarios para cumplir la misión. El propietario rió y
dijo que eso era imposible. Le dije que pusiera un precio acorde a lo que le
estaba pidiendo. Lo hizo. Y era absurdamente elevado. Pero acepté y mirándolo a
los ojos le dije que a la mañana siguiente vendríamos a buscar el ave de
madera. Cuando abandonábamos el lugar vi que los ayudantes dejaban todo y se
ponían a oír las instrucciones del jefe. La lengua twi jamás había sonado tan
dulce a mis oídos.
Regresé al hotel en tanto
que Arko fue a su casa. Debía organizarlo todo para el entierro del siguiente
día. El segundo entierro de Kweku Mensah. Hacia el final de la tarde de ese día
hablé con él por teléfono. Me comentó que habían llevado nuevamente el cuerpo
de su padre a la casa, que amigos y familiares fueron informados de todo y que
una buena parte de los asistentes del entierro del sábado asistiría también el martes. Luego de comer un poco, el cuerpo
tendido cuan largo era, me puse a revisar las fotografías que había tomado en
la mañana. Todavía estaba impresionado por lo bien diseñadas que estaban esas
piezas de arte mortuorio, esos ataúdes que no eran otra cosa que unos
pintorescos taxis al más allá, coloridas naves de Caronte.
Llegado el martes, me
levanté muy temprano, tomé una ducha, agarré una fuerte suma de dinero de la
caja de seguridad de mi habitación y vestí la ropa de funeral que me había
conseguido mi amigo ghanés. Desayuné aprisa y luego fui al vestíbulo para buscarlo.
Encontré a Arko ya preparado para la partida. Nos dirigimos a Teshie a toda
máquina. Al llegar apenas, pudimos ver el magnífico ataúd de águila imperial
con la bandera estadounidense pintada en las alas. Flamante. Señorial. Kweku
Mensah tenía nuevamente el lecho arrebatado por los ladrones. Pude ver a los
carpinteros y ayudantes, cuyos ojos se mostraban poblados de venitas como rojos
arroyuelos, signos de no haber dormido. El dueño del local vino y conversamos
animadamente. Arko y algunos de los somnolientos ayudantes amarraron el ataúd a
la parte superior del vehículo. Agradecimos. Pagué. Nos despedimos.
Llegamos a la casa,
familiares y amigos ya estaban allí. Telas rojas y telas negras se movían por
doquier. Kweku Mensah y su águila imperial volvieron a unirse. Se cargó el
ataúd en el vehículo y empezó la procesión. Varios automóviles se nos unieron,
en dirección al cementerio. Arko iba al volante y comandábamos la caravana.
Cuando estábamos a punto de pasar un puente, el conductor encostó el automóvil
y lo detuvo. Los otros vehículos imitaron la acción.
Arko abrió la puerta y del
asiento trasero agarró unas botellas de licor de marca Schnapps. No me parecía
un buen momento para beber y se lo hice saber. Me dijo que antes de cruzar el
puente debía hacer una ofrenda al espíritu del agua. Lo vi derramar el licor al
tiempo de pronunciar palabras en twi como un mantra. Me acordé de las
libaciones a los dioses en los libros de Homero. Poco duró la interrupción,
enseguida volvimos al auto y la caravana siguió su marcha. Ya en el cementerio,
pude ver que los sepultureros habían vuelto a despejar de arena la zanja.
Para mí fue todo como una
repetición, el sábado redivivo. Empecé a mirar a los asistentes para tratar de
descubrir quién pudo haber sido el ladrón. Detecté entre la concurrencia la
cara del que cubría el puesto de Arko los fines de semana e inmediatamente lo
coloqué en mi lista de sospechosos, a pesar de no haberlo visto en el primer entierro:
los rencores deportivos suelen ser viscerales. La ceremonia siguió su curso. Se
dijeron cosas, se lloró y luego se bajó el ataúd al hoyo. Y cuando me esperaba
que cayeran las paladas de tierra sobre el ataúd, los que cayeron fueron
hachazos.
Se acercó Arko al borde
del agujero donde reposaba el cadáver y empezó a repartir golpes de hacha
contra la madera del costoso féretro. Rota el ala izquierda, cercenado el pico,
destruidas varias partes del plumaje imperial. Pensé que el dolor por la muerte
de su padre había tal vez renacido y que lo estaba llevando hacia la
enajenación. Salté raudamente para detenerlo y le pregunté qué diablos le
pasaba. Hablábamos en español, la gente mostró sorpresa. Arko dejó el hacha a
un lado y me explicó que era una costumbre bastante nueva: debía destruir el
ataúd para que todos vieran que era inutilizable, por lo que ya nadie tendría
la tentación de desenterrarlo. Agregó que si lo hubiera hecho en el primer
entierro, no hubiera habido segundo.
Cuando todo terminó, acompañé
a Arko a casa de un jujuman, un hechicero
que, contrario a lo que cabía esperar, iba vestido como para una misa dominical.
Arko lo puso al tanto de lo que había pasado y solicitó una maldición contra
quienes profanaron la tumba de su progenitor. El jujuman dijo que no había problemas y puso un precio, que terminé
pagando también yo, con algo de resignación. Después retorné al hotel y dormí
por casi once horas.
Todo pasó como lo he
contado, no he inventado ni añadido nada. Fue de este modo que pude asistir al
doble entierro de Kweku Mensah.