martes, 14 de mayo de 2024

Sepultando a Kweku Mensah


Dibujo: José Galeano.

 ¿Mi turno? Bien, en las vacaciones que pasé en Ghana hubo por supuesto playas, interminable diversión nocturna y hubo también, cómo no, mucho embriagarse con vino de palmera. Pero lo que mejor recuerdo de aquel periodo es el modo en que dimos sepultura a Kweku Mensah. A pesar de los años que han pasado, todo se encuentra aún muy fresco en mi memoria, como recién escrito.

Me hospedé en el King Tackie Hotel de Accra, que si bien no era un cinco estrellas, contaba con lo necesario para pasar confortablemente los treinta días que me tocaban. El botones del lugar se llamaba Arko y nos habíamos hecho muy amigos. En realidad, no era una amistad químicamente pura pero sí un sucedáneo, una amistad de bajo amperaje, la que puede darse entre un local y un turista que viene temporalmente del otro lado del océano.

Todo comenzó cuando supo que yo venía de Paraguay. Arko había estudiado español en el colegio y mi aparición fue para él una excelente oportunidad de practicar el idioma. Debo decir que su dominio era regular; considerando que no era su lengua materna conjugaba muy bien, pero tenía la molestosa  tendencia a colocar el acento en la sílaba equivocada: allanaba sus esdrújulas o agudizaba sus graves. Casi siempre.

Arko era de la tribu akan y su espíritu alegre hacía que parte de su diario uniforme fuera una sonrisa que le colgaba de oreja a oreja, como una hamaca. El trato era simple: yo lo ayudaba a mejorar su manejo del español y él debía enseñarme, a cambio, vocablos en twi. Yo aprovechaba para preguntarle cosas sobre el país y sus costumbres, pues con lo repentina que fue mi elección de destino vacacional no había tenido tiempo de leer sobre ello en Wikipedia. El twi era solo una de las lenguas locales, la más hablada en el país. Arko solía deletrearme la palabra que me quería enseñar y cuando había lápiz y papel cerca la escribía, para que yo la pudiera abarcar mejor (“vista y oído superan a vista”).

Fue así que una mañana, luego del desayuno, lo encontré frente al elevador y le pregunté cómo se decía gracias. Como buen profesor que era, Arko me lo dijo primero, después escribió en su teléfono y me lo alcanzó. Poco me costó memorizar el meda ase que brillaba en el pequeño monitor, y cuando estuve a punto de retornarle el celular vi que tenía la imagen de un águila como fondo de pantalla. Parecía de madera, tenía las alas extendidas y pintadas con los colores de la bandera estadounidense.

¿En qué museo puedo visitar esa escultura? le pregunté.

—Está en casareplicó, es el ataúd de mi papá.

Los rituales de la muerte en Ghana tienen sus particularidades, especialmente para el ojo occidental. La industria funeraria mueve millones cada año. Cuando un miembro de la familia muere, no se procede a su inmediato entierro sino que el cadáver es entregado a alguna de las empresas que se encargan de congelarlo para retrasar así la inevitable descomposición. El funeral es un gran evento, todos los deudos son informados y se realiza un buen tiempo luego de acaecida la muerte, para que quienes viven lejos puedan organizarse y venir a ser parte de la despedida final, de la mudanza del difunto hacia el otro mundo. Se gastan verdaderas fortunas, la gente se endeuda por años para dar un funeral digno a su familiar fallecido. Es para ellos un motivo de orgullo: cuanto más grande el funeral, por mayor tiempo será recordado.

De esto no me enteré leyendo alguna descafeinada revista para turistas, mi fuente era de primera mano, el propio Arko, que me contó además que su padre iba a ser sepultado ese sábado, tres meses después de haberse adentrado en los terrenos de la muerte. Me habló también de los ataúdes de fantasía, se los fabricaba para honrar al muerto con algo que lo identificara. Alguien que fue fotógrafo en vida podría tener un ataúd con apariencia de cámara fotográfica, quien era adicto a la Coca-Cola podía ser enterrado en una caja con la curvilínea forma de una botella, un piloto aterrizaría en las pistas de la muerte en una tumba alada como un avión. Trabajaban y pintaban la madera para esculpir el objeto que sería el lecho final del muerto. Así, lo que fue parte de su vida seguiría siéndolo también de su muerte.

El ataúd que acogería al padre de Arko tenía la forma de un águila imperial y los colores de la bandera estadounidense, por dos razones: porque había sido un jefe tribal y porque, durante su tardía juventud, había sido taxista en Nueva York.

Amaba ese país, hasta se había traído el acento —explicó Arko, con orgullo inocultable.

Al instante, le pedí que me dejara participar del funeral, le confesé que estaba fascinado con todo ello y que me gustaría vivirlo más de cerca. No vio inconveniente alguno.

            Es inclusive prestigioso tener uno o dos blancos presentes, realzará la importancia de papá —me dijo y otra vez columpió una sonrisa en su cara.

Los asistentes al funeral deben vestir de rojo, negro o blanco. Arko prometió conseguirme la vestimenta apropiada. El entierro estaba programado para el sábado y era apenas martes. Mi ansiedad herrumbraba los bordes de las horas. Todos los días me parecían repetidos. Intenté entretenerme: vi televisión, leí las revistas que había robado del avión, pasé por prolongados periodos de sueño. Todo con el objetivo de hacer pasar el tiempo más rápidamente o más bien mi percepción del tiempo.

Y el esperado sábado llegó. El tráfico estaba sobrecargado, justamente por los funerales. Gente que iba al interior del país para ser parte de las ceremonias, así como personas que venían a la capital con idéntico objetivo. Primeramente fui al cementerio para asistir a la sepultura del padre de mi amigo. Cuando abandoné el lugar, me dije que el entierro en sí no tenía gran diferencia con lo que yo estaba acostumbrado, salvo el pintoresco ataúd que precisó de media docena de hombres para ser colocado en la cavidad abierta para la ocasión: un gran hoyo rectangular con un alargado rectángulo que lo cruzaba al medio, apenas más ancho que la envergadura de las alas.

Luego del entierro, la ceremonia continuaba en la morada del fallecido. Por fortuna, Arko vivía a tan solo una hora del hotel. Fuimos juntos en el automóvil que renté. Al llegar a su casa me di cuenta de que todo estaba listo, habían montado grandes carpas en el patio, para proteger del sol a la concurrencia. Era literalmente una fiesta. Vi infinitas sillas plásticas de color rojo, mucha comida sobre una mesa alargada y una banda de música. Me explicó Arko que la fiesta era para celebrar la vida del muerto, la bien vivida vida que había tenido, en este caso, su padre. Vi gente vestida de negro, por todos lados, hablando, riendo, danzando al cinético influjo de los tambores. Había alegría allí, las heridas estaban cerradas, el dolor no era reciente porque el fallecimiento había tenido lugar ya semanas atrás, tiempo suficiente para digerir el hecho, para aceptarlo.

Me entregué a la fiesta por completo. Vine, bebí y fui vencido. Bailé con la gente, me emborraché, disfruté como nunca. Me sentí amigo del papá de Arko, a pesar de que nunca le había visto el rostro, antes de ese día. Los ghaneses tienen una energía enorme para la danza. En la mesa de comidas había también una caja donde uno depositaba dinero, para ayudar a la familia a cubrir los gastos del funeral. En mi ebriedad, aporté repetidas veces. Bailé y bebí hasta perder la conciencia.

Amanecí en mi habitación del hotel, el domingo alrededor de las tres de la tarde. Todavía tenía la ropa del día anterior y los zapatos puestos. Un dolor insoportable habitaba mi cabeza. Era la odiosa resaca. Abrí el frigobar e incorporé medio litro de agua en un santiamén. Volví a la cama. La reconstrucción me llevó el domingo entero; desperté nuevamente a las ocho de la noche y ordené comida a través del servicio de habitación.

Arko no trabajaba los fines de semana. Cumplía sus tareas un botones que no era de mi agrado, había en él algo avieso que activaba las alarmas de mi desconfianza. No poco tenían que ver en esa malquerencia el que se mostrara eternamente serio y que su rostro tuviera un extremado parecido al de Eto’o, a quien yo aún no había podido perdonar que luego de haberlo ganado todo con mi querido Barcelona haya dejado el club para ganarlo todo con el odioso Inter de Milán. Por lo avanzado de la noche tampoco ya quise llamarlo a Arko para hablar del funeral. Tenía que esperar a que amaneciera.

El lunes bien temprano bajé a desayunar. Todo estuvo bien, a excepción del omelette, que padecía de un exceso de sal. Al terminar, vi a Arko parado frente a la oficina de recepción, me acerqué y charlamos un rato. Le comenté que ignoraba cómo llegué al hotel el sábado anterior y me dijo que ellos me habían traído. Afirmó además que, a pesar de mi avanzado estado etílico, pude subir las escaleras por mis propios medios, debido a que el ascensor estaba con problemas.  Le agradecí por ello y por la oportunidad de participar de la ceremonia funeraria. En eso, sonó su celular.

            La hamaca de dientes que estaba en su cara dejó de columpiarse y los ceños se fruncieron para indicar contrariedad: no era buena la noticia que emanaba del teléfono. Arko caminó, incómodo. Escuchó mucho, hizo preguntas, su mirada fue una mezcla de tristeza y de seriedad. Finalmente cortó la llamada.

—Robaron el ataúd de papá —dijo como para sí.

Habían desenterrado el cuerpo de su padre la noche antes, su madre había ido a llevar unas flores y se encontró con la tumba saqueada y el cadáver de su marido tirado cerca de la abierta cavidad. De ese modo me enteré de que allí también hay profanadores de tumbas; alimañas que, amparadas en la amistad silenciosa de la luna, armadas de palas y picos, acuden a los cementerios a desempolvar lo recientemente enterrado. También me contó Arko que a los entierros siempre asiste gente que uno no conoce, gente que puede volver más tarde a remover la tierra si es que el fallecido bajó adornado de joyas o si su féretro era valioso (los ataúdes de fantasía lo eran).

            —Estos bandidos querían el águila imperial de papá. Lo desentierran, limpian y lo vuelven a vender.

            Apenas un día y algunas horas había estado su padre bajo tierra. La impotencia y la rabia campeaban en el rostro de Arko. El funeral había costado muchísimo dinero. La familia se había empleado de lleno para dar a su padre un entierro digno de memoria, y ahora su cadáver estaba allí a la intemperie intolerable. Le pregunté qué había que hacer ahora. Me dijo que tenía que comprar otro ataúd y volverlo a enterrar cuanto antes: las bacterias no tenían descanso. Pregunté dónde se hacían esos ataúdes de fantasía y me dijo que en la ciudad de Teshie, no muy lejos de Accra.

            En un repentino acto de solidaridad casi fraternal, le dije que yo le regalaría un féretro nuevo para su padre. La sonrisa volvió a columpiar en su anochecido rostro. Arko habló un rato con el gerente del hotel, le explicó la situación y al minuto ya estábamos camino a Teshie, lugar donde había nacido la idea de los ataúdes de fantasía. Llegamos al taller del carpintero que había hecho el águila imperial para el insepulto padre de mi amigo.

            El local estaba habitado por una multitud de ataúdes. Los carpinteros trabajaban todo tipo de madera. Se multiplicaban: allí uno serruchaba, a su lado había otro que pintaba y más allá un ayudante que cepillaba con entusiasmo y hacía brotar las virutas como pavesas enloquecidas. Entre los fantásticos féretros ya terminados pude apreciar automóviles, cigarrillos, celulares Nokia, frutos y animales de toda índole. Señalé un ataúd con forma de coco y pregunté a Arko si le parecía bien que lleváramos ese.

            —Papá los odiaba —fue su respuesta lacónica.

            Me explicó entonces que la voluntad de su padre era ser enterrado en un ataúd con forma de águila, que cuando estaba vivo había mandado construir esa pieza de madera que sería su última morada y que la tuvo guardada por varios años en la casa de un hermano. Arko habló luego con el dueño del local y le explicó que necesitaba con urgencia otro féretro con forma de águila. Yo escuchaba desde una distancia corta, silencioso. Hablaban en inglés. Oí al propietario mencionar un precio y agregó que estaría listo en una semana. No fue sino hasta entonces que intervine.

            Le dije que lo necesitábamos para el día siguiente por la mañana, le pedí que parara con todos los demás trabajos y que se enfocara en nuestro pedido, que contratara más carpinteros si eran necesarios para cumplir la misión. El propietario rió y dijo que eso era imposible. Le dije que pusiera un precio acorde a lo que le estaba pidiendo. Lo hizo. Y era absurdamente elevado. Pero acepté y mirándolo a los ojos le dije que a la mañana siguiente vendríamos a buscar el ave de madera. Cuando abandonábamos el lugar vi que los ayudantes dejaban todo y se ponían a oír las instrucciones del jefe. La lengua twi jamás había sonado tan dulce a mis oídos.

            Regresé al hotel en tanto que Arko fue a su casa. Debía organizarlo todo para el entierro del siguiente día. El segundo entierro de Kweku Mensah. Hacia el final de la tarde de ese día hablé con él por teléfono. Me comentó que habían llevado nuevamente el cuerpo de su padre a la casa, que amigos y familiares fueron informados de todo y que una buena parte de los asistentes del entierro del sábado asistiría también el  martes. Luego de comer un poco, el cuerpo tendido cuan largo era, me puse a revisar las fotografías que había tomado en la mañana. Todavía estaba impresionado por lo bien diseñadas que estaban esas piezas de arte mortuorio, esos ataúdes que no eran otra cosa que unos pintorescos taxis al más allá, coloridas naves de Caronte.

            Llegado el martes, me levanté muy temprano, tomé una ducha, agarré una fuerte suma de dinero de la caja de seguridad de mi habitación y vestí la ropa de funeral que me había conseguido mi amigo ghanés. Desayuné aprisa y luego fui al vestíbulo para buscarlo. Encontré a Arko ya preparado para la partida. Nos dirigimos a Teshie a toda máquina. Al llegar apenas, pudimos ver el magnífico ataúd de águila imperial con la bandera estadounidense pintada en las alas. Flamante. Señorial. Kweku Mensah tenía nuevamente el lecho arrebatado por los ladrones. Pude ver a los carpinteros y ayudantes, cuyos ojos se mostraban poblados de venitas como rojos arroyuelos, signos de no haber dormido. El dueño del local vino y conversamos animadamente. Arko y algunos de los somnolientos ayudantes amarraron el ataúd a la parte superior del vehículo. Agradecimos. Pagué. Nos despedimos.

            Llegamos a la casa, familiares y amigos ya estaban allí. Telas rojas y telas negras se movían por doquier. Kweku Mensah y su águila imperial volvieron a unirse. Se cargó el ataúd en el vehículo y empezó la procesión. Varios automóviles se nos unieron, en dirección al cementerio. Arko iba al volante y comandábamos la caravana. Cuando estábamos a punto de pasar un puente, el conductor encostó el automóvil y lo detuvo. Los otros vehículos imitaron la acción.

            Arko abrió la puerta y del asiento trasero agarró unas botellas de licor de marca Schnapps. No me parecía un buen momento para beber y se lo hice saber. Me dijo que antes de cruzar el puente debía hacer una ofrenda al espíritu del agua. Lo vi derramar el licor al tiempo de pronunciar palabras en twi como un mantra. Me acordé de las libaciones a los dioses en los libros de Homero. Poco duró la interrupción, enseguida volvimos al auto y la caravana siguió su marcha. Ya en el cementerio, pude ver que los sepultureros habían vuelto a despejar de arena la zanja.

            Para mí fue todo como una repetición, el sábado redivivo. Empecé a mirar a los asistentes para tratar de descubrir quién pudo haber sido el ladrón. Detecté entre la concurrencia la cara del que cubría el puesto de Arko los fines de semana e inmediatamente lo coloqué en mi lista de sospechosos, a pesar de no haberlo visto en el primer entierro: los rencores deportivos suelen ser viscerales. La ceremonia siguió su curso. Se dijeron cosas, se lloró y luego se bajó el ataúd al hoyo. Y cuando me esperaba que cayeran las paladas de tierra sobre el ataúd, los que cayeron fueron hachazos.

            Se acercó Arko al borde del agujero donde reposaba el cadáver y empezó a repartir golpes de hacha contra la madera del costoso féretro. Rota el ala izquierda, cercenado el pico, destruidas varias partes del plumaje imperial. Pensé que el dolor por la muerte de su padre había tal vez renacido y que lo estaba llevando hacia la enajenación. Salté raudamente para detenerlo y le pregunté qué diablos le pasaba. Hablábamos en español, la gente mostró sorpresa. Arko dejó el hacha a un lado y me explicó que era una costumbre bastante nueva: debía destruir el ataúd para que todos vieran que era inutilizable, por lo que ya nadie tendría la tentación de desenterrarlo. Agregó que si lo hubiera hecho en el primer entierro, no hubiera habido segundo.

            Cuando todo terminó, acompañé a Arko a casa de un jujuman, un hechicero que, contrario a lo que cabía esperar, iba vestido como para una misa dominical. Arko lo puso al tanto de lo que había pasado y solicitó una maldición contra quienes profanaron la tumba de su progenitor. El jujuman dijo que no había problemas y puso un precio, que terminé pagando también yo, con algo de resignación. Después retorné al hotel y dormí por casi once horas.

            Todo pasó como lo he contado, no he inventado ni añadido nada. Fue de este modo que pude asistir al doble entierro de Kweku Mensah.